Cuando tenía seis años, y todavía vagaba por el pueblo con las trenzas torcidas y los zapatos cubiertos de tierra, mi madre me inscribió en un curso de pintura y dibujo para niños. No porque yo fuera particularmente talentosa (eso lo descubrimos eso más tarde) sino porque todos mis amiguitos asistían y ella no quería que me sintiera excluida.
En ese entonces, no era como hoy que cuando terminan las clases los niños pueden disfrutar de actividades de verano organizadas por los ayuntamientos o las asociaciones locales, sino que los más pequeños pasaban la mayor parte de los meses de verano con sus abuelos hasta que llegaba agosto, y luego se iban de vacaciones con sus padres.
Al final de la subida que llevaba al centro histórico del pueblo, en uno de esos callejones sombríos que regalaban alivio a los turistas y perfumaban a pasta con salsa, vivía Giocondo, un profesor de arte jubilado que tuvo la brillante idea de proporcionar un servicio a la comunidad abriendo un curso de arte para niños.
Gracias a él, los niños del pueblo se dedicaban a algo sano y creativo, socializaban y se divertían en un entorno genuino y seguro. Esto aliviaba a los abuelos que tenían que cuidar de sus nietos todos los días. Sin embargo, en su casa, los niños no solo dibujaban (habría sido imposible mantener a todos esos niños quietos durante dos horas seguidas) sino que gracias a la Sra. Ernesta, tenían la oportunidad de explorar el mundo de las plantas en su hermoso jardín interior. Al igual que en las escuelas del pasado, el marido y la mujer habían creado un «museo de los objetos viejos» donde los mismos, encontrados aquí y allá, cobraban nuevo valor y significado. Así los zapatos rotos se transformaban en temibles barcos piratas, la cafetera en un castillo mágico, la vieja plancha en un tren a vapor. Todo volvía a la vida en una forma diferente, y nosotros éramos felices.
Todavía recuerdo mi primer día de clase. Llegué con mi madre que me tomaba de la mano para aumentar mi coraje, con mi pequeña mochila llena de hojas y lápices de colores y un termo con jugo de naranja. La puerta estaba abierta, una cortina multicolor que se movía sinuosamente al ritmo de la brisa de verano separaba la entrada de la calle. La atravesé sola, dejando que esa tela suave y delicada acariciara mi mejilla, y tuve una entrada triunfante tropezando con el escalón!
Pasé por una habitación decorada con dibujos multicolores, donde el aroma de las rosas en la mesa de la Sra. Ernesta perfumaba el aire y llegué a la parte de atrás, en esa pequeña y luminosa habitación donde mis amigos y la encantadora pareja de ancianos me estaban esperando.
Una puerta de madera un poco deteriorada se abría hacia el jardín interior, donde se podían ver un par de gansos, pollitos y algunas gallinas. Lo que me dejó boquiabierta fue la enorme cantidad de flores y esos jarrones decorados a mano. La Sra. Ernesta, probablemente notando mi asombro, suavemente me tocò el hombro invitándome a salir. «Ven conmigo, te presentaré a todas las flores, pero hagámoslo rápido que la lección está a punto de comenzar«.
«Esa naranja es Gazania, una de mis favoritas porque florece sin fin hasta el otoño. Piensa que abre sus pétalos solo cuando sale el sol, y al atardecer, se va a dormir. Igual que tú, pequeña florecilla«, concluyó sonriendo y pellizcando mi mejilla.
«La rosada es el Hibiscus, y aunque no tiene olor, es una de las flores más felices del jardín. Ahora mira aquella», dijo dándose vuelta hacia la derecha. «Este el el grupo de Blue Jasmine y parecen formar una nube. Tampoco tienen fragancia, pero me hacen compañía hasta octubre. Acarícialas; siente lo suaves que son sus pétalos, tan suaves como tus mejillas sonrosadas. Ahora, entremos, habrá tiempo para conocerlas mejor«. Volvió a sonreír.
Lo que se suponía que era el aula era en realidad un taller, el primero que había visto. ¿Quién hubiera pensado que años después, tendría uno mío? Los otros niños ya estaban sentados, todos en el suelo sobre unos pequeños almohadones, y sus materiales dispuestos en mesas hechas de viejas cajas de fruta. La habitación olía a aguarrás y las paredes estaban manchadas de pintura. A mi alrededor, en algunos escritorios de madera, había trapos, algunos sucios con varios colores, y otros limpios; recipientes para agua, caballetes de todos los tamaños, acuarelas, paletas…
Sentada en una silla frente a la pizarra estaba Giocondo, quien, tratando de parecer autoritario y de llamar nuestra atención decìa: «¡Niños! ¡Niños! Cállense, estamos a punto de comenzar. Hoy aprenderemos a dibujar esta canasta de frutas«. » ¡Y luego podrán comerla!«, agregó la Sra. Ernesta con una sonrisa.
Esa primera hora y media pasó volando, al menos para mí, y después de un breve descanso para comer algo fuimos invitados a ver las plantas y a jugar un rato. Pero yo quería quedarme adentro con el Sr. Giocondo que si bien fingía ser estricto para mantenernos tranquilos, era un hombre dulce y servicial. Así que le pregunté para qué eran todos esos pinceles, por qué algunos tenían cerdas rígidas y otros eran suaves, qué había dentro de los frascos, por qué había salpicaduras de pintura en las paredes y muchas más cosas que ahora no recuerdo… Quería saberlo todo. «Tienes curiosidad, ¿verdad?» Susurró en voz baja mientras yo asentía, «Entonces empecemos desde el principio. Este es el magenta, uno de los colores primarios, junto con el blanco…«
Luego pasamos a las pinturas: «Tócala«, dijo, dándome una de sus alegres obras. «Desliza los dedos lentamente y siente la textura de las pinceladas sobre el lienzo«.
¡Qué tarde maravillosa me hizo tener! Yo estaba allí, rodeada de los colores, sonidos y olores de un artista, inconsciente de que a partir de ese momento, toda esa maravilla se convertiría en parte de mi vida para siempre. El clamor de los adultos que venían de la entrada me hizo saber que nuestro tiempo había terminado. Así que le di las gracias al Sr. Giocondo y me despedí con un tímido beso en la mejilla. «¿Te gustó la lección?» Preguntó, mostrando una leve sonrisa. «¡Sí! Y cuando sea grande, ¡quiero ser pintora!»