La luna estaba de guardia en el cielo, ocasionalmente escondiéndose detrás de nubes pasajeras que nos escudriñaban sospechosas desde detrás de una de las torres del castillo, donde incluso hoy, al igual que en la época medieval, las banderas de las antiguas familias ondeaban con orgullo.
En el corazón de nuestro pequeño pueblo, una ligera niebla serpenteaba por los estrechos callejones, haciendo que las linternas frente a las pocas casas habitadas que quedaban fueran casi invisibles. El aire llevaba un aroma de leña, que se mezclaba con el aroma distintivo de la piedra toba local.
Para mi padre y para mí, el paseo nocturno de finales de noviembre era una tradición muy apreciada. ¡La tomamos tan en serio que creímos que romperla nos traería mala suerte! Salíamos después de la cena, descendiendo desde las colinas por el camino que conducía al pueblo, llevando antorchas y envueltos en bufandas y sombreros de lana, ¡como dos almas errantes en busca de aventuras!
A menudo, en nuestro audaz viaje, nos encontrábamos con un zorro o un búho. Este último nos hacía compañía con sus gritos hasta llegar a las puertas del pueblo, donde nos perdíamos en sus sinuosas calles. Allí, el comité de bienvenida consistía en la niebla otoñal y en algunos gatos callejeros.
Caminamos sin rumbo, a veces abrazados para darnos calor, escuchando el eco de nuestros pasos en las húmedas y resbaladizas calles adoquinadas. En tiempos pasados, el ruido de las herraduras de los caballos hacía eco en estas calles.
No teníamos un destino específico y ningún propósito en particular. Pero disfrutábamos haciendo una pausa frente a lugares impregnados de historia, como el lavadero comunitario. Allí, historias y leyendas se mezclaban con la cháchara de las mujeres que venían a lavar su ropa. Este era uno de los pocos lugares donde las mujeres podían ir solas,donde compartían sus alegrías y tristezas, intercambiaban recetas, cantaban, reían y lloraban. Pero lo más importante es que contaban historias reales, hoy ecos distantes de las voces de sus protagonistas.
Cada vez que nos deteníamos frente a estos lugares olvidados, mi padre me decía que cerrara los ojos y escuchara las voces antiguas. Y yo lo hacía: el ruido de carros, animales, un niño llorando, el gorgoteo del agua y las jarras llenas, pero también las interminables peleas de las lavanderas.
Otro lugar en el cual disfrutàbamos haciendo una pausa era frente a los viejos talleres y tiendas casi abandonadas, donde no hace mucho tiempo, los hombres trabajaban, vendían y compraban. Al igual que en la lavandería, las discusiones eran comunes aquí.
Con un poco de imaginación, como diría mi padre, todavía era posible escuchar varios sonidos: el martilleo de los artesanos, la rotura de un espejo, y las negociaciones de dos hombres en una joyería. Y si te dejabas llevar por el momento, incluso podías oler el pan recién horneado, el pescado del lago o la sopa de frijoles preparada en el Antica Locanda.
Luego estaba la barbería (que era al mismo tiempo un taller de zapateros). En una parte del negocio había una sala donde se arreglaban los zapatos, mientras que en la otra, el zapatero se transformaba en barbero y cortaba barbas y cabellos. Frente a esa puerta de madera desgastada, me sumergía en aquella atmósfera, imaginando el bullicioso salón lleno de gente, iluminado por lámparas de aceite y amueblado con viejos sillones.
Y así, temblando en el frío de una noche de noviembre, viendo el vapor escapar de nuestras bocas con cada respiración, nos quedábamos en silencio, escuchando los murmullos de fantasmas de tiempos pasados, al vez contentos de que alguien viniera a visitarlos de vez en cuando, dando valor a sus recuerdos y a sus historias del pasado.