El amanecer estaba a solo unos momentos de distancia y los primeros destellos de luz comenzaron tímidamente a atravesar el cielo. Mi hermana y yo estábamos acostadas en una toalla extendida sobre la hierba, mirando una nube siendo llevada suavemente por el viento, rindiéndose sin resistir.
Siempre he apreciado ese momento de quietud y de calma aparente que precede al nacimiento de un nuevo día, cuando la oscuridad de la noche se entrelaza y se mezcla con la luz rosada que tiñe todo de maravilla. Estos momentos fugaces, donde reina un delicado equilibrio, donde el tiempo deja de existir y la respiración del mundo se cumple, mientras toda la creación cuelga suspendida en el aire y, cuando menos te lo esperas, estalla en un coro de pájaros, aromas embriagadores y colores vivos.
Era una de las mañanas más bellas del año, el 21 de junio, el Solsticio de Verano, cuando el velo entre el mundo humano y el de las criaturas mágicas se vuelve sutil, y la Madre Naturaleza está en la cima de su poder. Es un momento encantado cuando, en algún lugar del bosque, en las colinas, cerca de ríos y cascadas, cuando se pone el sol, las hadas se reúnen para bailar y cantar hasta el próximo amanecer.
Mientras mirábamos el cielo, llevadas por el aroma del jazmín, recordábamos nuestra infancia, cuando el día más largo del año, la tía Gilda nos regalaba historias de criaturas mágicas y luego, en el corazón de la noche, nos llevaba en una expedición en el bosque para recoger las hierbas de San Juan, con la promesa de que esta vez las hadas se revelarían.
Durante tres días, mi hermana Laura y yo habíamos estado ocupadas para hacer esta fecha aún más especial, yendo y viniendo de la sala de estar al jardín, del jardín a la cocina, del bosque al campo. La casa tenía que ser limpiada a fondo, la leña lista para la hoguera y las flores frescas preparadas para decorar las ventanas. Luego, en medio de todo el ajetreo y el bullicio, teníamos que preparar la cena para para toda la familia que, por primera vez desde que nos habíamos mudado, teníamos el placer de acoger.
En la antigüedad, el solsticio de verano era un momento en el que los amantes saltaban sobre las hogueras para asegurar su unión. Esta tradición todavía prospera en muchas partes de Italia pero hoy es conocida como la Fiesta de San Juan Bautista. Sin embargo, todavía lleva la misma energía de abundancia.
La Madre Tierra está embarazada de la próxima cosecha y, en las próximas semanas, nutrirá a todos los que la necesiten, sin distinciones ni juicios, como solo alguien que ama puede hacerlo. Este es el espíritu del Solsticio de Verano.
La noche del 21 de junio también está llena de magia. Se dice que los sueños tienden a hacerse realidad, especialmente si colocas un ramo de nueve hierbas, incluyendo lavanda, verbena y ajenjo, debajo de la almohada. Nosotras, con un toque de licencia creativa, apuntàbamos a revivir estas viejas tradiciones, ya que alegraba nuestros corazones recordar los tiempos en que los humanos podían disfrutar de la compañía del otro sin más pretensión que estar juntos frente a la hoguera, contando historias y mirando las estrellas.
Después de ese interludio mágico, durante el cual fuimos testigos de la salida del sol y escuchamos la canción del mundo en su despertar, rápidamente volvimos a nuestras tareas porque aún quedaba mucho por hacer.
Mientras mi hermana adornaba la puerta de entrada con hojas de abedul, hinojo silvestre, hierba de San Juan y lilas blancas, yo preparaba las cestas hechas a mano por la esposa del carpintero, que usaríamos para la recolección nocturna de las hierbas y el rocío.
A primera hora de la tarde, Anna, nuestra anciana vecina, llegó para traernos tallos de trigo como regalos para nuestros huéspedes, junto con una cesta de cerezas recién recogidas. Más tarde, nuestra madre nos sorprendió al llegar temprano para echar una mano en la cocina.
Finalmente, papá, el tío Fausto, su esposa Giuseppina y, justo antes del atardecer, la tía Gilda, junto con sus hijas Claudia y Patrizia, se unieron a la celebración.
La larga mesa de madera debajo de la pérgola estaba cargada de regalos ofrecidos por la Madre Naturaleza durante esta temporada: moras, arándanos, ciruelas, e incluso algunas chumberas que crecían salvajes en una senda a un par de kilómetros de casa. Naturalmente, tomates, frijoles rojos y blancos, varios tipos de ensalada, zanahorias, alcachofas, cebollas, habas y calabacines estaban presentes. Los huevos frescos de granja adornaban los platos fríos, sazonados con aceite de oliva y quesos locales, creando una fiesta colorida y aromática que tentaba las papilas gustativas.
Iluminado por la luz de la hoguera encendida por papá y tío Fausto, así como por docenas de pequeñas velas colocadas en cada rincón del jardín, acompañados por los cantos de los pájaros del crepúsculo y una suave brisa, compartimos una comida en el ambiente acogedor que habíamos creado amorosamente… y un Feliz Solsticio fue!