Ese viernes, mi padre había controlado las previsiones del tiempo al menos una docena de veces. Los expertos habían dicho que el día siguiente sería un hermoso día de finales de marzo, sin una nube en el cielo en todo el país. Así que la familia decidió ir a las montañas el sábado.
Me desperté muy temprano, antes de que saliera el sol, con el olor de pan tostado impregnando cada rincón de la casa. Corrí por la escalera de caracol, casi tropezándome con la manta que envolvía mi cuerpo.
En la cocina, frente a la estufa, la risa de mi madre se mezclaba con el sonido del café burbujeando en la cafetera. Besé su cálida mejilla y me senté a la mesa junto a mi hermana, que devoraba una barra de pan cubierta de mermelada de fresa.
Papá estaba agitado, como siempre lo estaba cuando salíamos todos juntos, moviéndose de un lado a otro, empacando las mochilas como si fuéramos a un viaje de esquí de una semana, ¡si bien pasaríamos una sola noche de hotel!
Salimos de la casa que ya eran casi las siete, un poco tarde según mi padre, considerando las varias horas de viaje que nos esperaban. Pero para mí, el viaje no era un problema; de hecho, apreciaba los largos paseos en coche, especialmente cuando íbamos a las montañas. A través de la ventana del coche, observaba el paisaje cambiar. El lento pero inexorable desvanecimiento de nuestras suaves colinas, y la repentina aparición de esas alturas cubiertas de nieve que se cernían en la distancia como gigantes amenazantes. Allí arriba, en los picos rocosos, el sol de la mañana brillaba, y en los valles aún no tocados por la luz, aparecían pequeños pueblos encantados.
Aquellos caminos angostos y sinuosos, todo cuesta arriba, donde los sonidos de la naturaleza se volvían aún más intensos, y el canto de los pájaros que nunca había escuchado antes resonaba. Si abría la ventanilla, podía oler el aroma picante y salvaje del bosque, la humedad de la tierra y el aroma del humus.
Aparcamos en un camino de tierra frente a una pequeña iglesia, probablemente desacralizada, que parecía aún más pequeña en medio de la inmensidad de los picos. Comimos al aire libre, tumbados en los vastos prados que parecían extenderse interminablemente, y partimos en busca de la belleza, acompañados por el tintineo de los cencerros y el balido de las ovejas que pastan cerca.
De repente, a solo unos minutos de nuestra aventura familiar, algo en el aire comenzó a cambiar. Los sonidos de la naturaleza cesaron abruptamente, y enormes nubes oscuras se movían hacia nosotros. ¡Parecía como si el cielo se estuviera preparando para la batalla! El viento traía consigo la nieve de los picos, truenos y relámpagos estallaron en la escena de lo que segundos antes parecía un día perfecto.
Corrimos como almas desesperadas de vuelta al coche, donde esperaríamos durante casi una hora hasta que la tormenta nos permitiera conducir con seguridad hasta el hotel.
Desde la ventanilla mojada del auto observaba esas nubes oscuras moviéndose a través del cielo, hipnotizada por el trueno y la lluvia golpeando el techo del auto. Entonces, de repente, me di cuenta de Él.
Junto a la antigua iglesia, encaramada sobre una ladera rocosa, había un árbol torcido aferrándose al acantilado con las últimas fuerzas que le quedaban. Débil pero resuelto, con la mitad de su tronco carbonizado por un rayo, levantaba sus ramas marchitas hacia el cielo con un orgullo inaudito. El viento furioso y el frío mordaz azotaban las dos hojas que quedaban a lo que una vez había sido un follaje exuberante de vida.
Debajo de Él, cerca de las raíces expuestas que la desesperación había transformado en garras, la tierra se movía empujada por el agua. Con lágrimas en mis ojos y las piernas temblorosas, observaba lo que, para mí, era el ser más valiente del mundo.
Quería ayudarle, recuperar su savia con mi vitalidad, darle unos días más de vida, o al menos aligerar su carga. No sé si los demás se habían fijado en Él , pero yo seguía mirándolo, preguntándome cómo podía soportar los elementos y si ya no estaba cansado de luchar.
Aquel magnífico puente entre la tierra y el cielo, que alimentaba y albergaba a otros seres vivos, estaba ahora allí, al borde de la muerte, y no podía hacer nada.
Cerré los ojos por un momento; la visión de ese árbol que luchaba me dolía. Fue entonces cuando recordé las palabras de la tía Gilda cuando hace unos años me habló de la muerte prematura de su marido y me dijo una frase que en ese momento supe que me vendría bien algún día: «La muerte no existe«. Repetí esa frase dentro de mí hasta que la hice mía, hasta que creí con todo mi ser que lo que la tía Gilda había dicho era verdad.
Mis ojos se abrieron lentamente, sin esfuerzo, para observar el árbol una vez más e imaginar un futuro diferente, más hermoso y más feliz del que había proyectado previamente. Ese ser maravilloso al que había dado por perdido no terminaría su existencia, porque nada tiene un fin así como nada tiene un principio. Pronto se convertiría en un hogar para varias aves que de otra manera no tendrían a dónde ir, una despensa para ardillas, un refugio en donde pasar sus inviernos en hibernación, acurrucadas en sus nidos redondos, esperando la llegada de la primavera.
Imaginé madrigueras de tejones excavadas en sus raíces, nidos de pájaros carpinteros y nidos de avispas reinas que encuentran refugio en su tronco para pasar el invierno. Un escondite seguro para búhos y lechuzas, un lugar tranquilo para crecer a sus crías.
Ahora mi corazón estaba en paz porque estaba segura de que el árbol torcido no estaba muriendo, sino cambiando de forma, erguido con toda la dignidad de la cual un ser vivo es capaz.
La lluvia cesó, y un tímido rayo de luz atravesó las densas nubes que aún cubrían el cielo, iluminando las ramas torcidas que pronto se convertirían en algo más.
Suspiré aliviada porque en ese preciso momento, tuve la certeza absoluta de que todos los árboles torcidos, en cada rincón del mundo, habían sido alcanzados por el mismo rayo de sol para susurrar a las hojas, «La muerte no existe«.