Hace dos días, en el corazón de un tranquilo atardecer en las colinas de Bolsena (maravilloso pueblo entre Umbría, Lacio y Toscana), tuve la suerte de presenciar una impresionante puesta de sol, con un cielo pintado de oro y durazno que deseo compartir contigo.
El martes fue un día ajetreado en mi escuela de Qi Gong, ya que hemos abierto las puertas a nuevos candidatos. Inmersa en el trabajo, miré el reloj y me di cuenta de que ya eran las 3:30 de la tarde y las tempranas puestas de sol de diciembre son un recordatorio de que el día es un suspiro!
Anhelaba una bocanada de aire fresco antes de que descendiera el crepúsculo así que preparé un termo con una tisana relajante de chocolate y canela, una compañera reconfortante para mi improvisado paseo de la tarde. Con mi termo en la mano, me aventuré en la campiña del lago de Bolsena.
El aire era fresco y el paisaje prometían consuelo.
Mientras serpenteaba por los caminos sinuosos, la naturaleza me reveló sus encantos. ¡Un zorro corría por el bosque y dos conejos se congelaron esperando que no los viera! Su presencia silenciosa en el crepúsculo trajo una sonrisa a mi rostro, un recordatorio del encanto que adorna esta tierra.
El paisaje invernal me envolvió con su paleta sensorial única. La fragancia terrosa del suelo húmedo se mezcló con la frescura del aire de la noche. Deslicé mis dedos a lo largo de la corteza nudosa de olivos antiguos, sintiendo la sabiduría grabada en sus troncos. Los colores del paisaje pasaron de los tonos apagados de las colinas a los azules suaves y frescos de un lago tranquilo, todo bajo la tenue luz ámbar del sol poniente.
Un viento suave besó mi cara, trayendo consigo el delicado aroma de hierbas silvestres y un toque de estufas de leña distantes. La niebla se deslizó sobre el lago, añadiendo una cualidad etérea a la escena. Era como si el mismo paisaje hubiera hecho una respiración profunda, exhalando tranquilidad en los alrededores.
Por fin, encontré un rincón tranquilo enclavado entre olivos antiguos con sus hojas plateadas brillando en la luz que se desvanece. Con mi termo en la mano, tomé un sorbo de la infusión de chocolate caliente y canela, un sabor familiar que resonaba con el paisaje toscano. Al levantar mis ojos fui recibida por una visión que llenó mi corazón de gratitud.
Ante mí yacía la puesta de sol más extraordinaria, obra maestra de un artista pintada sobre el lienzo del cielo vespertino. El sol descendió en una lenta y deliberada danza, arrojando un cálido resplandor dorado a través del sereno lago. El horizonte brillaba gracias a una sinfonía de colores impresionante. El lago reflejaba el espectáculo, transformándose en un mar tranquilo de oro líquido.
En ese momento me di cuenta de lo afortunada que soy de llamar a este lugar hogar. Es una tierra donde cada estación se desarrolla en su esplendor único, un lugar donde la naturaleza susurra sus secretos y el mundo se ralentiza. Mientras el sol se sumergía bajo el horizonte, hice la promesa silenciosa de saborear estos momentos, saborear los gustos y texturas de la vida sencilla y lenta de la Toscana, y compartir su belleza atemporal con aquellos que sueñan con este lugar extraordinario.