Recostada en la hamaca bajo la pérgola rebosante de racimos de uvas a la espera de su turno para volverse violeta, mi cabello recogido en un moño y mis manos sudorosas, me encontraba leyendo, por tercera vez, uno de mis libros favoritos: «Mabinogion«, una colección de manuscritos de literatura galesa.
El cielo frente a mí parecía brumoso por el calor y el sol abrasador de la tarde quemaba los campos circundantes. Unas gotas de sudor se deslizaron de mi frente y aterrizaron en las páginas calientes de mi amado libro.
Con ese calor opresivo ni siquiera los animales estaban a la vista y las hormigas se movían lentamente sobre mis zapatillas tiradas sobre la hierba. Sólo Milly, la gata, me hacía compañía, echada en el suelo como un trapo viejo.
Esa tarde estaba sola. Mi hermana, mi mamá y mi papá habían ido a la casa del tío Gabriele a hacer las conservas, y mis amigas, que solían visitarme casi todos los fines de semana durante el buen tiempo, estaban todas de vacaciones. «Divirtiéndose», decían. En aquellos lugares donde la gente normal se aglomera y trata de broncearse lo más rápido posible para lograr ese codiciado estatus de las metrópolis.
Pero a mi me gustaba quedarme allí, en el medio de la tierra, respirando el aire genuino de las cosas simples de la vida. Sin embargo, en verano el campo puede ser duro: hay que levantarse temprano y cuidar de las plantas porque sino se marchitan, limpiar constantemente los parterres para eliminar las malas hierbas, y muchas otras pequeñas tareas que pueden llegar a ser agotadoras para los que no están acostumbrados. Pero después de cada esfuerzo llega la recompensa y para corresponder nuestro amor y dedicación la Madre Naturaleza nos da espléndidos tomates, pimientos, berenjenas, cebollas, calabacines, lechugas… y muchas otras hortalizas que están listas para ir de la tierra a la mesa, frescas y con sabor del sol. Por no hablar de las hierbas aromáticas, la cura para cada dolencia, como la abuela solía decir, que mi hermana y yo recolectábamos y secábamos para preparar nuestros remedios y tés para consumir en invierno.
Para mí, la felicidad es esto. Vivir según los ritmos relajantes de las estaciones, pasear por los vastos campos de trigo con los tallos que acarician mis pantorrillas, escuchando el crujir de los árboles y observando cómo las hojas comienzan lentamente a ponerse doradas, anunciando el otoño. Me regocijo cada vez que escucho el canto de las cigarras en las horas más calurosas del día, el canto de los grillos, y cuando veo las luciérnagas que comienzan a cubrir el jardín desde el anochecer.
Las siluetas borrosas de mi madre, mi padre y mi hermana atravesaban la senda de tierra batida y se movían lentamente balanceándose hacia mí. Estaban cargados de bolsas llenas de hortalizas, frutas y frascos de conservas, así que me acerqué a echar una mano, particularmente a mi madre, pobrecilla, que debido a la terquedad de mi padre de no querer usar el coche siempre tenía que caminar incluso bajo 50 grados de calor!
Entre toda aquella bondad de la naturaleza, había una bolsa con una de mis legumbres favoritas: las habas, tal vez las últimas de la temporada, e inmediatamente me ofrecí a limpiarlas y prepararlas, para poder saborearlas crudas, recién recogidas, verdes y con el aroma de la tierra, mientras disfrutaba de las últimas horas de luz antes de que llegaran las estrellas.
Recuerdo que un día, cuando tenía unos diez años, la tía Gilda me dijo que las habas eran un alimento muy antiguo, pero que no tuvieron mucho éxito en Grecia porque estaban rodeadas de «una reputación macabra«. De hecho, debido a su forma, que recordaba a una cabeza humana, se creía que en ellas albergaban los espíritus de los muertos. Nunca me molesté en averiguar si los antiguos griegos realmente pensaban eso o si era solo otra de las historias de la tía, pero muertos o no, ¡para mì las habas eran una delicia!
El día se desvaneció lentamente hasta regalarnos la puesta de sol. Esa hora serena, suspendida entre la luz y la oscuridad, donde cada forma se convierte en una silueta, y el cielo se tiñe de encanto. Ese momento del día en que Dios, como queriendo disculparse por nuestras penurias y penas, vierte su amor en el mundo y perfuma el aire con infinita dulzura antes de poner los colores a dormir.
Y me quedé allí, mirando a mi alrededor, sumergida en ese momento infinito donde todo se siente eterno.